No hay más que ver alrededor para darse cuenta que después de miles de años de evolución humana apenas hemos variado un pelito. Cuando he estado en Europa me he sorprendido de ver a la gente que me encuentro por la calle, en el café o el chofer del taxi tan parecidos a cualquier cuadro del Renacimiento, como si el tiempo no hubiera pasado, sólo la moda. En lo más profundo de Andalucía, en el centro de Granada he visto a unas señoras bajitas y culonas salir de El Corte Inglés como si salieran por la puerta trasera de Las Meninas de Velázquez. En Francia a cada paso me encuentro a hombres prognatas o narigones como los modelos de Rubens o Caravaggio, los mismos rostros. Mujeres aterciopeladas igual que la Monalisa, que con mirada indiferente y tímida observan como quien adivina el infinito. Sólo habría que ponerles una levita o una peluca blanca de rulos artificiales para confundirlos, a media tarde, con una oscura obra de arte.
Igual pasa en México. Cuando viajo en el metro, entre los apretones y los jugosos calores, donde es complicado que alguien guarde la distancia y el estilo, es fácil que al lado me toque un chico punketo, dark o un oficinista peinado con los negros cabellos pegados al cráneo, pero si lo miro de frente es una réplica con traje y corbata de la Cabeza Olmeca viajando junto a otro similar a la Cabeza de Palenque, parecen piezas humanas que se escaparon del Museo de Antropología. Chatos y cabezones, morenos como la zozobra, con mirada guerrera cual caballero águila librando una batalla o perdida en el más allá, en un destino impostergable y hambriento, infinito y cíclico. Cualquiera de éstos, me digo, pudo andar con tapa rabos y penacho bailando descalzo alrededor del copal, en una ceremonia sangrienta de la Gran Tenochtitlán.
Trato de observar con discreción, aunque a veces me falla la mirada antropológica, como me ha instruido mi querida Nadir, ella que tiene doctorado en la materia me ha enseñado a distinguir el ojo indio del ojo chino, apenas un pliegue caído en el lagrimal, me señala apuntándome a la cara. Me ha dicho cómo descubrir la edad del observado por su simple sonrisa. Los dientes son como los árboles, me dice, también tienen anillos donde se lee el ciclo vital de cada persona. A diario repasamos los nombres de los doscientos ocho huesos del cuerpo y he aprendido a distinguirlos también con el tacto: cúbito, tibia, tarso, peroné, húmero. A ojos cerrados los recito como un poema, tienen una sonoridad que impulsa al movimiento, que incita al quebranto y a la excavación, al orden primitivo de los cazadores recolectores que buscaban alimento acechando moribundos. Me ha enseñado que al nacer no tenemos el total de los huesos sino que algunos se van formando con el crecimiento, aunque a mí siempre me hizo falta una costilla, origen de mi columna chueca.
Seguimos amando al prójimo que no nos ama, mirándonos siempre en el espejo del futuro y olvidando las aguas turbias que dejamos a nuestro paso. Seguimos siendo nómadas, sólo que ahora nos movemos en aviones y nos decimos globalizados. Seguimos siendo caníbales, sólo que ahora nos devoramos virtualmente. Seguimos gobernados por el más fuerte, sólo que ahora disfrazamos la igualdad con leyes que nadie respeta. Somos como los neandertales quienes mandaban a las mujeres y a los niños a la caza de presas pequeñas, mientras los hombres perseguían a los animales grandes. Ahora los niños de esta era geológica también salen a la calle a buscar el sustento, a conseguirlo por las buenas o por las malas, y sólo han pasado 90,000 años. El hombre sigue siendo el lobo del hombre, depredador, bárbaro, carroñero, sólo que ahora creemos tener domesticado el fuego y dominado al viento, vestimos con linos, algodones, con elegantes abrigos de zorro o armiño. Algunos ni siquiera han perdido la primera postura corporal evolutiva que Darwin presentó en 1859. Seguimos siendo los mismos, cuando mucho hemos perdido apenas un poco de pelo.
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Igual pasa en México. Cuando viajo en el metro, entre los apretones y los jugosos calores, donde es complicado que alguien guarde la distancia y el estilo, es fácil que al lado me toque un chico punketo, dark o un oficinista peinado con los negros cabellos pegados al cráneo, pero si lo miro de frente es una réplica con traje y corbata de la Cabeza Olmeca viajando junto a otro similar a la Cabeza de Palenque, parecen piezas humanas que se escaparon del Museo de Antropología. Chatos y cabezones, morenos como la zozobra, con mirada guerrera cual caballero águila librando una batalla o perdida en el más allá, en un destino impostergable y hambriento, infinito y cíclico. Cualquiera de éstos, me digo, pudo andar con tapa rabos y penacho bailando descalzo alrededor del copal, en una ceremonia sangrienta de la Gran Tenochtitlán.
Trato de observar con discreción, aunque a veces me falla la mirada antropológica, como me ha instruido mi querida Nadir, ella que tiene doctorado en la materia me ha enseñado a distinguir el ojo indio del ojo chino, apenas un pliegue caído en el lagrimal, me señala apuntándome a la cara. Me ha dicho cómo descubrir la edad del observado por su simple sonrisa. Los dientes son como los árboles, me dice, también tienen anillos donde se lee el ciclo vital de cada persona. A diario repasamos los nombres de los doscientos ocho huesos del cuerpo y he aprendido a distinguirlos también con el tacto: cúbito, tibia, tarso, peroné, húmero. A ojos cerrados los recito como un poema, tienen una sonoridad que impulsa al movimiento, que incita al quebranto y a la excavación, al orden primitivo de los cazadores recolectores que buscaban alimento acechando moribundos. Me ha enseñado que al nacer no tenemos el total de los huesos sino que algunos se van formando con el crecimiento, aunque a mí siempre me hizo falta una costilla, origen de mi columna chueca.
Seguimos amando al prójimo que no nos ama, mirándonos siempre en el espejo del futuro y olvidando las aguas turbias que dejamos a nuestro paso. Seguimos siendo nómadas, sólo que ahora nos movemos en aviones y nos decimos globalizados. Seguimos siendo caníbales, sólo que ahora nos devoramos virtualmente. Seguimos gobernados por el más fuerte, sólo que ahora disfrazamos la igualdad con leyes que nadie respeta. Somos como los neandertales quienes mandaban a las mujeres y a los niños a la caza de presas pequeñas, mientras los hombres perseguían a los animales grandes. Ahora los niños de esta era geológica también salen a la calle a buscar el sustento, a conseguirlo por las buenas o por las malas, y sólo han pasado 90,000 años. El hombre sigue siendo el lobo del hombre, depredador, bárbaro, carroñero, sólo que ahora creemos tener domesticado el fuego y dominado al viento, vestimos con linos, algodones, con elegantes abrigos de zorro o armiño. Algunos ni siquiera han perdido la primera postura corporal evolutiva que Darwin presentó en 1859. Seguimos siendo los mismos, cuando mucho hemos perdido apenas un poco de pelo.
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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006. wwww.rodolfonaro.com
Fotografía en contexto original
Fotografía en contexto original
7 comentarios:
Somos el mismo animal con distinta vestimenta.
Quizá la evolución no ha sido tal y hemos mutado solo piel, bajo la cual se mantienen los mismos rasgos antropomóficos de nuestos antepasados, o tal vez sea por eso, que necesitamos recordar siempre de donde procedemos.
Buen artículo, enhorabuena.
Un cordial saludo.
Y más... cuando estamos desnudos. Entonces somo los mismos e iguales...
Como siempre un buen escrito.
Saludos y abrazos.
Tienes algo en mi blog para ti.
Abrazos
Logan y Lory:
Así es a veces seguimos siendo tan cavernícolas que da miedo salir a la calle, gracias por tus comentarios y de nuevo un abrazo,
Naró
Hola Picobufi:
seguimos en continuo diálogo, un saludo y un abrazo desde la ciudad de México,
Naró
Picobufi:
cuál es tu dirección de blog, que no he podido dar con ella,
Abrazos,
Naró
Rodolfo... solo tienes que pinchar en mi nombre o en la foto... y tambien puedes ir a este enlace...
http://nuestrodioselhombre.blogspot.com/
Abrazos
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