El pasado fin de semana tuve una cita con mi futuro. Me encontró por medio de Facebook, esa red que ha servido para reunir a personas del pasado. Hace dos meses recibí su invitación de amistad y no dudé en aceptarlo. De pronto los recuerdos volvieron a fluir en mis venas con la rapidez del silencio al anochecer. Ahí estaba su nombre y una fotografía reciente, de cabello rubio y mirada triste, como la mirada que recordaba de su padre.
El viaje comenzó el sábado en la Tapo. Después de veinte años de vivir en la Ciudad de México era la primera vez que viajaba desde esa central de autobuses. Me sorprendió su orden y su limpieza, su fácil acceso desde la estación del metro San Lázaro. Aunque parecía ser un viaje sin contratiempos, me sentía tenso, irritable. Quise comprar algo para comer en el trayecto, pero no había nada fresco. Todo está tomado por Bimbo, Sabritas, Coca Cola y sus filiales, solo galletas, papás fritas y refrescos, nada sano, nada que alimente. Cuánto pagaría por una manzana, me dije, y abordé el autobús con un litro de agua para seis horas de camino.
Oaxaca me recibió con su tradición de mayo desde hace treinta años: el plantón de maestros en el centro de la ciudad. Juan Pablo Vasconcelos me lo advirtió, al insistirle, el sábado en la noche, que fuéramos a tomar un tequila al Bar Jardín. Hace algunos años, cuando estuve por última vez en Oaxaca, el plantón estaba ceñido sólo a la plaza del centro, ahora no, los maestros con sus carpas y sus absurdos reclamos se extienden por veintiséis calles en dirección a los cuatro puntos cardinales del zócalo. Una vergüenza de pasividad y chabacanería.
La cita la habíamos fijamos para el domingo a la una de la tarde en La Casona del Llano. Toda la mañana de ese día estuve dándole vuelta al asunto, seguía nervioso, sentía que no sabría qué decirle cuando estuviéramos frente a frente. Sentía como si fuera una cita que había eludido tantos años. Miré de nuevo la última fotografía que nos habían tomado juntos y que conservo en un pequeño portarretratos de plata sobre mi escritorio. Él se mece en mis brazos. La volví a guardar en mi portafolio. Miré de nuevo el reloj. Cuánto habrá crecido, me pregunté. Qué grado de la escuela cursará. Me sentía como un padre que espera el reencuentro con su hijo, aplazado por malos entendidos. Sólo sabía de él lo que había visto en su muro, lo que había querido contarme por mensajes de Facebook. Sabía que le gustaba la poesía, que buscaba mis poemas en la red. Qué él había insistido en encontrarse conmigo cuando supo que iba a Oaxaca. Pero mi inseguridad era tanta que le pedí a Juan Pablo que me acompañara a la cita.
El calor de mayo hacía la espera más húmeda. Mientras en el parque los chinelos bailaban con sus máscaras de feria, Juan Pablo me acosaba con preguntas. No sé, no sé, le respondía cada vez más nervioso. Recordé la gran amistad que tuve con su padre, el cariño intacto que tenía por su madre. Y mientras dibujaba en el aire retazos de otro tiempo, llegó, veinte minutos después de lo acordado. Después de un café y dos aguas minerales lo vi entrar, hecho un hombre. Lo reconocí de inmediato. Nos abrazamos. Tiene la mirada de su padre, su mismo andar, me dije. Tantos viajes, tantas vueltas del destino, desde su bautizo no nos habíamos vuelto a ver. Catorce años después, mi ahijado Esteban y yo pasamos la tarde juntos, como dos viejos amigos que se encuentran en mitad del Llano.
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Foto: Esteban y yo en La casona del Llano, Oaxaca.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006. www.rodolfonaro.com
El viaje comenzó el sábado en la Tapo. Después de veinte años de vivir en la Ciudad de México era la primera vez que viajaba desde esa central de autobuses. Me sorprendió su orden y su limpieza, su fácil acceso desde la estación del metro San Lázaro. Aunque parecía ser un viaje sin contratiempos, me sentía tenso, irritable. Quise comprar algo para comer en el trayecto, pero no había nada fresco. Todo está tomado por Bimbo, Sabritas, Coca Cola y sus filiales, solo galletas, papás fritas y refrescos, nada sano, nada que alimente. Cuánto pagaría por una manzana, me dije, y abordé el autobús con un litro de agua para seis horas de camino.
Oaxaca me recibió con su tradición de mayo desde hace treinta años: el plantón de maestros en el centro de la ciudad. Juan Pablo Vasconcelos me lo advirtió, al insistirle, el sábado en la noche, que fuéramos a tomar un tequila al Bar Jardín. Hace algunos años, cuando estuve por última vez en Oaxaca, el plantón estaba ceñido sólo a la plaza del centro, ahora no, los maestros con sus carpas y sus absurdos reclamos se extienden por veintiséis calles en dirección a los cuatro puntos cardinales del zócalo. Una vergüenza de pasividad y chabacanería.
La cita la habíamos fijamos para el domingo a la una de la tarde en La Casona del Llano. Toda la mañana de ese día estuve dándole vuelta al asunto, seguía nervioso, sentía que no sabría qué decirle cuando estuviéramos frente a frente. Sentía como si fuera una cita que había eludido tantos años. Miré de nuevo la última fotografía que nos habían tomado juntos y que conservo en un pequeño portarretratos de plata sobre mi escritorio. Él se mece en mis brazos. La volví a guardar en mi portafolio. Miré de nuevo el reloj. Cuánto habrá crecido, me pregunté. Qué grado de la escuela cursará. Me sentía como un padre que espera el reencuentro con su hijo, aplazado por malos entendidos. Sólo sabía de él lo que había visto en su muro, lo que había querido contarme por mensajes de Facebook. Sabía que le gustaba la poesía, que buscaba mis poemas en la red. Qué él había insistido en encontrarse conmigo cuando supo que iba a Oaxaca. Pero mi inseguridad era tanta que le pedí a Juan Pablo que me acompañara a la cita.
El calor de mayo hacía la espera más húmeda. Mientras en el parque los chinelos bailaban con sus máscaras de feria, Juan Pablo me acosaba con preguntas. No sé, no sé, le respondía cada vez más nervioso. Recordé la gran amistad que tuve con su padre, el cariño intacto que tenía por su madre. Y mientras dibujaba en el aire retazos de otro tiempo, llegó, veinte minutos después de lo acordado. Después de un café y dos aguas minerales lo vi entrar, hecho un hombre. Lo reconocí de inmediato. Nos abrazamos. Tiene la mirada de su padre, su mismo andar, me dije. Tantos viajes, tantas vueltas del destino, desde su bautizo no nos habíamos vuelto a ver. Catorce años después, mi ahijado Esteban y yo pasamos la tarde juntos, como dos viejos amigos que se encuentran en mitad del Llano.
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Foto: Esteban y yo en La casona del Llano, Oaxaca.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006. www.rodolfonaro.com
2 comentarios:
un hermoso reencuentro...
besos
Dany
Gracias primo por compartirlo! Hay tantas cosas que yo quisiera contar y no se como empezar....
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