
No hay pudor ni intimidad, las esculturas de Mueck están desnudas desde la mirada hasta los pies. Me llamó la atención que tienen ojos café intenso, que su entorno es el lago, el bosque, la playa. Los pantalones cortos de verano han dejado su marca de sombra en los muslos de la pareja dormida, del hombre que flota sobre un inflable en la piscina. En el hiperrealismo de su trabajo uno entiende que la herida que presume el joven negro en su costado es la misma que mató a Jesús de Nazaret. Aunque tampoco quiera hacer comparaciones es inevitable no fijarse en los dos recién nacidos que compiten en tamaño, el niño es tan pequeño que cabe en la palma de la mano y la niña es tan grande como el ulular de una ambulancia.
Ron Mueck estuvo en el Antiguo Colegio de San Ildefonso hasta hace unos días. Es la segunda vez que visita México, la primera fue al Museo Marco de Monterrey en el verano pasado, y a pesar de que la muestra del DF ha sido menor, en las dos él estuvo presente dando la bienvenida con su propio rostro: una máscara gigante y dramática que aun con los ojos cerrados nos mira desde la placidez de su sueño.
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