Fue amor a
primera vista. Sentí que me seguía a pocos pasos de distancia, yo caminaba por
las calles serpenteantes de Tlalpan, veredas estrechas y sin banqueta. Llevaba el
sol de frente. Al sentir su respiración cada vez más cerca, voltee a verla y me
deslumbró su mirada de ojos amarillos, su pelaje rubio. Yo le hice un sáquese
para allá, pero no obedeció, huía de otros perros que la acosaban.
Cuando comenzó
a caminar a mi lado, brincando a mi alrededor, supe que había perdido, que
estaba totalmente enamorado. Paré en la banca de un parque cercano y ella se
echó a mi lado, movía sus elocuentes orejas y me buscaba la mano, la caricia de
ternura. Ella me había escogido, entre todos los peatones –ninguno, solo yo–
que a esa hora caminábamos por la calle. Era el destino que había cruzado
nuestros caminos y yo sentía que no debía negarlo.
Pero al decidir
llevarla a casa, una serie de dudas y coincidencias se encadenaron al instante.
¿Cómo explicarle a Runa la nueva intrusa?
¿Sería mi casa de nuevo un hogar de perros y gatos? ¿Si cerraba los ojos y la
dejaba pasar, la conciencia me reclamaría el abandono? ¿Quién me pone estas
pruebas?, volví a preguntarme. Mientras la perra se rodaba sobre su lomo, ladraba
con la precisión de decirme algo importante y sublime.
Seguí caminando
con ella a mi lado. Así que resultaste hembra, le dije y ella respondió con
coquetería. Hasta las perras me siguen, pensé y seguimos andando. A partir de ese
momento se modificaba mi rutina diaria. Habría que sacarla a pasear dos veces
al día, cuidar de que no se tomara el agua de Runa ni se comiera las Whiskas de
Runa, que tampoco se comiera a Runa. Quizá lo mejor sería tenerla unos días en
casa y buscarle un hogar de adopción. Pero antes habría que darle de comer, llevarla
al veterinario, bañarla, arroparla, buscarle nombre.
Se llamaría
Toña, Toña la Güera. Estábamos en Tlalpan, al sur del sur de la Ciudad de
México. De pronto me di cuenta que no traía dinero, ni un centavo, la noche
anterior había dejado el efectivo en otro pantalón y a pesar de que una
compañera en la oficina me había pagado más de 200 pesos, en ese mismo momento
se los había dado a Montserrat para algo que necesitaba comprar y otra vez me
había quedado en la inopia.
El destino
también tiene sus veredas, sus claroscuros inexplicables, dolorosos y aunque lo neguemos, el amor
también se esfuma con la misma rapidez con la que llega. Antes de abordar el
taxi que nos llevaría a mi casa, paramos en un Banamex para sacar dinero del cajero
automático, así se lo dije y le ordené a Toña que me esperara en la puerta del
banco. Me entretuve unos segundos en salir, lo que dura una luz roja de
semáforo, menos de lo que tarda en llegar el metrobus, tan solo el tiempo
suficiente para que la mano mecánica del cajero contara tres billetes de 200
pesos. Cuando salí de ahí, Toña ya no estaba, se había ido con otro. Los miré calle
abajo. También caminaba a su lado, también brincaba a su alrededor. Mi perra, también a otro había
engatuzado, con descaro, moviéndole el rabo.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y
narrador. Cállate niña es su nueva
novela y Ediciones B su nueva casa Editorial |
www.rodolfonaro.com
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