Cada mañana, a
las ocho en punto, salgo de mi casa para ir a trabajar y me encuentro con un
enano. Nunca sonríe –jamás he visto a un enano sonreír–, camina a prisa con menudos
pasos. Subo al metro que, por ir en contra flujo de la hora pico, no va tan
lleno y antes de leer el libro en turno, observo que siempre somos los mismos.
Bajo en la estación Miguel Ángel de Quevedo y camino hasta el metrobus La
Bombilla. Sucede igual, a esa hora viajamos siempre los mismos.
En noviembre
del año pasado entré a trabajar en el departamento editorial del CIESAS, donde
hacemos libros de antropología. Desde hace muchos años no tenía un trabajo que
me hiciera firmar mi entrada, por eso mi puntualidad al salir de casa y hacer
el recorrido hasta Tlalpan con la precisión de un ritual. En el trayecto, además
del enano, me encuentro a una mujer que cojea, a un chico emo de mirada tímida
y orejas perforadas con argollas, a hombres y mujeres que hacen todo lo posible
por parecer ejecutivos neoyorquinos, pero que no pueden ocultar en el rostro ese
gesto de preocupación por llegar tarde a la oficina.
En ese viaje
que dura cincuenta minutos y que termino yendo por callejones empinados desde la estación Fuentes
Brotantes hasta el centro de Tlalpan, compruebo que
al parecer, abrieron las puertas del circo y salimos todos a perdernos entre la
gente normal de la ciudad. Porque no
es necesario que notemos un defecto físico para ser un freak, nos delata la mirada tímida y evasiva, la mujer que se
maquilla con prisa frente a un espejo de bolsillo, el universitario que se
esconde tras sus lentes oscuros y el cable blanco de sus audífonos. Tantos
miedos, frustraciones y complejos nos hacen ser únicos, sentirnos diferentes a
los demás. Esconder en el fondo de nosotros la ansiedad y la discapacidad
emocional.
En esas calles
de Tlalpan donde cada mañana me encuentro con el carretón de la basura, con una
señora alemana que saca a pasear a su labrador blanco y a una anciana que todavía
puede cargar la bolsa del mandado, poco antes de llegar a mi destino me cruzo
con la mirada de un hombre tuerto que lleva al hombro sus instrumentos de
trabajo y un letrero que dice “Se hacen trabajos de albañilería”. Un hombre que
seguramente va a apostarse a las puertas de Catedral y que me mira con la
dureza de su único ojo, evidenciando el menor de mis defectos: la rigidez de mi
columna chueca.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y
narrador. Cállate niña es su nueva
novela y Ediciones B su nueva casa Editorial |
www.rodolfonaro.com
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