Esta es la segunda parte de mi ponenecia en el XIX Coloquio
Internacional de Bibliotecarios, "Yo leo, tú lees, leyendo en la
biblioteca", realizado en
la pasada Feria del Libro de Guadalajara. El viernes vendrá la tercera y última, acompáñenme.
Biblioteca Nacional
Cuando he viajado a otros países, visito cuatro
lugares para conocerlo mejor: el museo representativo de su cultura, su jardín
botánico, su biblioteca nacional y su catedral; elementos imprescindibles para
saber de su pasado histórico y orgánico, su creatividad y su vida espiritual.
Así he trabajado en la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca Pública de
Nueva York, la Biblioteca Nacional de Argentina y de Uruguay. Siguiendo los
pasos de un libro, La amada inmóvil,
de Amado Nervo, he pasado por ellas de ser un simple turista a ser un
investigador.
En el verano de 2006 estuve
en Montevideo. Allá era invierno. Montevideo es una ciudad fría, lluviosa, con
la bruma que solemos ver en la películas de Jack el Destripador. Iba por
primera vez a Uruguay, a celebrar un congreso de poesía en la Biblioteca
Nacional. El evento se realizaba en la sala Acuña de Figueroa. Ahí me
reencontré con William Johnston, un amigo poeta que tenía varios años de
haberle perdido la pista en México. Él fue mi guía en esa ciudad de nostalgia,
sensación que yo sólo había sentido en Buenos Aires. Después de almorzar un
chivito al pan, le pregunté cómo seguía Benedetti; el estado de su precaria
salud era noticia en todos los diarios. Tenía pocos meses de viudo y el asma que
lo había aquejado toda su vida se volvía a ensañar en él. Willy aseguró que
Benedetti no asistiría al congreso pero que él lo vería el fin de semana. “Si
querés, podés acompañarme”, me dijo sin mayor problema.
Para mí era una tentación
estar en Uruguay y no seguir los rastros de Amado Nervo. Sus últimos días de
vida los había pasado en Montevideo a donde fue a cumplir unas diligencias
diplomáticas. Al tercer día de haber desembarcado, luego de cruzar el Rio de la
Plata, desde Buenos Aires, de ser recibido con honores de jefe de Estado y ser
vitoreado por una multitud, la muerte lo sorprendería después de una semana de
agonía por una peritonitis masiva. Aquella era la oportunidad que había
esperado de enfrentarme con la muerte del poeta, por lo que al finalizar el
congreso me quedé tres días más, para encerrarme en la hemeroteca de la
Biblioteca Nacional a revisar periódicos de la época y documentos reservados
sólo para investigadores, por lo que Willy me ayudó, con sus influencias, al
acreditarme en pocos minutos como investigador de no sé qué universidad. De
esos amarillentos diarios, que no pude fotocopiar, transcribí todo el mes de
mayo de 1919 siguiendo el día a día de la enfermedad de Nervo. Comprobé que era
el poeta más importante de su tiempo, heredero de la lírica de Rubén Darío.
Yo tomaba las notas finales
para mi novela El orden infinito,
publicada un año después en México. Buscaba tantos porqués en las decisiones de
vida de Nervo, que creí poder descifrarlos en los sótanos de la Biblioteca.
Estuve tres días encerrado en medio de un altero de papeles, a media luz,
escuchando en mitad del silencio un estornudo o una tos del otro lado del
salón. Por la noche en el hotel, revisaba de nuevo mis notas y aparecían nuevas
interrogantes.
La mañana del viernes,
William por fin me confirmó que Benedetti nos recibiría a media tarde. Me
previno que fuéramos puntuales, que posiblemente el encuentro no duraría más de
una hora. Quedó en pasar por mí a mi hotel a las tres menos cuarto, como dicen
allá. Pero no fui, lo dejé plantado sin darme cuenta, entre el avance de las
horas y mi lectura, olvidé la cita con Willy. De cierto modo tuve que escoger
entre visitar al moribundo Benedetti o revivir a Amado Nervo. Valió la pena.
Esa tarde, mi última tarde en Montevideo, por fin encontré en el periódico La Razón la muerte del poeta.
En aquella fría hemeroteca a
donde también llegaba el ruido de un pequeño ascensor de carga, así como a mí
se me terminaban las horas en la biblioteca y a lo lejos de la sala notaba que
apagaban las luces, a Amado Nervo se le iba la vida. Con avidez transcribía las
loas y bendiciones del sacerdote Menéndez Plancarte, quien le dio los Santos
Óleos. “El pasado 24 de mayo, en el Parque Hotel murió Amado Nervo, eran las
9:37 de la mañana. ‘Yo no quiero morir sin ver el sol’, fueron las últimas
palabras del poeta. Tenía cuarenta y ocho años y nueve meses de vida mortal”,
terminaba la nota de Menéndez Plancarte. Dejé todo como estaba sobre mi mesa de
trabajo y fui a pedirle a la bibliotecaria, diez minutos más de consulta; me
habló de horas extras, de problemas con el sindicato, de fallas en el
interruptor de la luz. Al final me los concedió y seguí leyendo, con detalle de
época, la disputa de Uruguay y Argentina por el ilustre cadáver. Las banderas de
Uruguay ondearon a media asta por tres días, el Congreso declaró luto nacional
y una descarga de cañones. Se le designó “Príncipe de los poetas continentales”
y su cuerpo se embarcó en la fragata Uruguay con destino a México. También me
embarqué en la travesía y seguí leyendo que
sus restos mortales tardaron seis meses en llegar a México, ya que
recibía homenajes en cada puerto donde atracaba: Brasil, Venezuela, Panamá, La
Habana. A punto estaba de llegar por fin a playas veracruzanas cuando me
apagaron la luz y me echaron de la biblioteca. Salí a la intemperie de la
noche, con los versos de Nervo a flor de labios. Continúa el próximo viernes.
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