Una tarde, pasado el mediodía, el negro que se había vuelto un inseparable promotor de las carencias de Cuba, me descubrió, apostado en una esquina afuera de una secundaria, mirando salir a las alumnas de clase. Eran Lolitas de minifalda color mostaza y camisa blanca anudada a la cintura. Él creyó haber encontrado la cuerda de la cual podría tirarme.
En Coppelia, una noche de instintos conocí a Náyade, a Osmani y a su grupo de amigos, seis o siete muchachos que se movían por la ciudad amontonados en una motoneta o en Máquinas. Tú no hables, me decían, si se dan cuenta que eres extranjero nos cobran en dólares.
Con ellos conocí los sitios de rumba, los paladares y los restaurantes sólo para cubanos, donde la gente me miraba con cierto desprecio, hasta que un día alguien me dijo que yo como turista no podía estar ahí, para eso tenía mis restaurantes y hoteles donde debería dejar dólares y no comer comida cubana por veinte pesos que, al tipo de cambio, era nada. De cualquier manera en esos lugares, parecidos a una cantina de mala muerte mexicana, la comida era mala, el pollo reseco de tan refrigerado y viejo.
Yo creí que la camaradería entre nosotros era sincera. Fueron días gloriosos. Además de ir con Náyade de compras al mercado, Osmani trató de meterme a la casona del Ballet Nacional, me presentó a Lázaro, un bailarín tan hermoso como intenso, entre los dos me defendían del negro que insistía en perseguirme. Hasta al final de mi viaje me di cuenta que sólo era para ellos un proveedor fácil de dólares.
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