martes, 4 de octubre de 2011

Diario medular | Cuba | Día 8

La Habana es la ciudad ideal para perder la paciencia. Todas las mañanas, como si fuera mi sombra, un negro me seguía. Nunca supe su nombre real porque se lo cambiaba cada día, pero su discurso no lo variaba. ¿Qué quieres?, me preguntaba, mujeres, mulatas, negras, hombres, tabaco, ron, mariguana, coca, condones, te consigo lo que quieras, yo sé donde hacen los mejores habanos del mundo. Sus máximas eran a cada paso, por más que trataba de esquivarlo, sacármelo de encima, por más que trataba de ser cortes, educado, nada. Después fui majadero y hasta gritón, pero el negro no se iba. Se agazapaba unos metros atrás de mí y al poco tiempo volvía con el mismo discurso, pidiéndome todo lo que traía a la vista: la gorra, los lentes, la camiseta, los tenis.

La necesidad está en todas partes. A donde volteaba a ver, una miseria muy digna me miraba a los ojos. Curiosamente no sentía peligro, como el miedo que llegué a tener en Nápoles. En Cuba, a pesar de las carencias, todo funciona como por arte de magia: los autos viejos que circulan por la calle, a los que la gente denomina Máquinas, y hacen las veces de taxi a los propios cubanos, cobrando un peso por trayecto. O la guagua, esos camiones soviéticos que pudieron haber servido como vagón de ferrocarril en su país de origen, se atiborra de gente. Yo quería darme cuenta a qué huele el cubano, que come, dónde baila. Necesitaba ver todo con los ojos de mi bailarina, saber dónde había vivido, qué lugares frecuentaba y cómo había llegado al Ballet Nacional de Cuba, cómo es que había terminado prostituyéndose.

No hay comentarios:

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails