Nunca fui un
alumno modelo, aunque parecía lo contrario, tanto, que al final de la
preparatoria terminé pepenado basura en las calles. A pesar de que siempre fui
un muchacho correcto y diligente, apegado a las formas, también tuve grandes
enemigos. En el último año de bachillerato pasé de ser el alumno consentido de
la profesora de taquigrafía, a ocupar el último peldaño de la escalera que baja
a la deshonra. Se llamaba Sandra y a diario usaba falda traje sastre entallada
y tacones abrillantados que hacían juego con la porcelana de su rostro. Ella sabía
que yo era un alumno modelo, incapaz de robarme un examen o de llegar crudo a
las prácticas que teníamos los sábados en la mañana.
La preparatoria
Guadalupe Zuno era mixta y desde ese momento ya comenzaba a escribir versos, a medir
mis capacidades amatorias con los demás compañeros. Como todo poeta en ciernes,
acostumbraba a enamorarme de la chica más guapa del salón, la más asediada, la
que todos volteaban a ver sin disimulo. También me pasaba lo mismo con la chica
de la cuadra y sería igual en la universidad. Ellas, por supuesto, jamás se
fijaban en mí, pero en el fondo no me importaba porque tenía el favor de la profesora
de taquigrafía, quien entre suspiros corregía mis poemas y me auguraba gran
talento.
La Zuno era una
preparatoria vespertina incorporada a la Universidad de Guadalajara que no
tenía su propio plantel, sino que utilizaba las instalaciones del colegio
Cervantes del Bosque, una secundaria jesuita que concluía sus clases a las 2 de la
tarde y raras veces coincidíamos unos alumnos con los otros. Los bachilleres ya
fumábamos, noviábamos y a escondidas bebíamos cerveza en el recreo. Pues en uno
de esos recesos, atrás de la cafetería, junto a unos montones de arena y grava
que eran usados para la ampliación de los baños, unos niños comenzaron a
pelearse. Era una tarde de septiembre, aún llovía, el más corpulento pero
torpe, vestía el uniforme del Cervantes, el otro, escuálido y pequeño, era hijo
de la señora de la limpieza. Pronto hicimos rueda a su alrededor de ellos y se
abrieron las apuestas. Los chiquillos se daban con todo, rodaban del montón de
arena a la ruda grava. Entre gritos y manotazos, a los pocos minutos el niño
uniformado estaba ensangrentado y mugroso hasta las pestañas.
Al día
siguiente la profesora de taquigrafía me mandó llamar y ahora fui yo quien
salió “ensangrentado” luego de hablar con ella. Resultó que el de uniforme azul
y blanco era su hijo, un niño más bueno que el pan, me aseguró. Jamás lo
hubiera esperado de ti, me dijo, yo que te creía un caballero, nunca imaginé
que te divertirías con mi Ernestito. Le temblaba la voz y tenía los ojos a
punto del llanto. Pura rabia contenida, la misma que le había faltado a su hijo
para ganar. Juró que siempre reprobaría su materia, tan inútil como mis versos,
me dijo cuando rompí mi libreta llena de garabatos frente a sus narices.
Más tarde, en la oficina del director, como no quise decir quienes más estaban entre la gritería azuzando la pelea, fui el único que pagó las consecuencias. Como castigo ejemplar, según le oí decir, los tres siguientes sábados, frente a la sonrisa burlona de los demás y las miradas de asco de mis compañeras, me pusieron a levantar, con la mano, la basura que había sobre el camellón frente a la prepa.
Más tarde, en la oficina del director, como no quise decir quienes más estaban entre la gritería azuzando la pelea, fui el único que pagó las consecuencias. Como castigo ejemplar, según le oí decir, los tres siguientes sábados, frente a la sonrisa burlona de los demás y las miradas de asco de mis compañeras, me pusieron a levantar, con la mano, la basura que había sobre el camellón frente a la prepa.
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Foto:
Álbum familiar. En mi graduación de prepa. Julio de 1988
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Rodolfo
Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Cállate niña es su nueva novela y Ediciones B su nueva casa
Editorial | www.rodolfonaro.com
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