Un hombre llegó
corriendo al lienzo charro, iba ensangrentado y pedía ayuda a gritos, clamaba
por un médico. Mi padre, que estaba al fondo del partidero esperando la salida
de un toro, vio al hombre que se había saltado el anillo y estaba en mitad del
ruedo. Se ajustó el barbiquejo del sombrero, le clavó las espuelas a su caballo
y en pocos segundo lo rayaba frente al hombre que parecía haber perdido la
cordura. Desmontó a Príncipe, un alazán cuarto de milla que por muchos años fue
el mejor caballo de la región. Un pura sangre brioso y de doble alzada que
también usaba de semental en los mejores días de la primavera.
El hombre vestía
short y camiseta de playa, tenía una herida en la cabeza que no se dejó tocar
cuando mi padre intentó revisarla. Venía de Puerto Vallarta con su familia,
tres hijos, esposa, abuela y un perro que encontrarían muerto en el lugar del
accidente. El lienzo charro de Tequila estaba sobre la carretera, a unos
doscientos metros de una curva con poco peralte que acostumbraba a sacar autos
del camino sino sabían tomarla con precaución. La charreada se había interrumpido
en el momento en el que el hombre piso el lienzo. Las gradas estaban a reventar
de gente, era domingo y los charros Tequileros, equipo del que mi padre era presidente,
iba ganando a los charros de Roberto Orendain.
Sin perder
tiempo en quitarse las espuelas, reata en mano por si hubiera necesidad de
usarla, mi padre y el hombre se encaminaron al lugar del accidente. Su sombra
con sombrero lo seguía a poca distancia, así como toda la fiesta del lienzo que
se fue detrás de ellos: charros a pie y a caballo, las gentes del graderío, los
vendedores de cacahuates, manzanas caramelizadas, churros y algodones de
azúcar, los músicos de la banda que empezaron a tocar cuando alguien dijo que
hacía mucho calor y mandó por las cervezas a la cantina del lienzo. Mientras
unos paraban el tráfico de la carretera y otros ayudaban en el accidente, los
demás se sentaron a ver lo que pasaba. La combi amarilla, después de tres
vueltas estaba patas arriba, humeante y en silencio, como animal en matadero.
Los hijos del
hombre habían salido como culebras por las ventanillas y la abuela, que había
perdido su falda entre las volteretas, estaba sentada en calzones en una piedra
del camino, todos se encontraban bien, solo con golpes y contusiones, excepto
la esposa del hombre, que seguía atrapada entre los fierros retorcidos de la
combi.
Cuando entre
muchos hombres lograron sacarla, mi padre mandó por la ambulancia del Seguro
Social para trasladarla a Guadalajara, pero el hombre le dijo, óigame doctor,
yo no soy derechohabiente. No se preocupe, yo soy el director de la clínica del
IMSS, le respondió mi padre. Palabras similares le dijo cuando el ministerio
público llegó a tomarle declaración, iba acompañado por tres policías que tenían
la intención de llevárselo preso. No se preocupe, le volvió a decir mi padre,
no pasará nada, yo soy el presidente municipal de Tequila. Óigame, repitió el
hombre asombrado, solo falta que también sea el cura del pueblo, usted es todo
aquí. Casi, le respondió mi padre bajo el sol vivo de Tequila, solo me falta el
título de charro completo, que este año disputaré en el congreso nacional, si
Dios me da licencia.
____________________
Rodolfo
Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Cállate niña es su nueva novela y Ediciones B su nueva casa
Editorial | www.rodolfonaro.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario