domingo, 6 de marzo de 2011

El discurso del rey


Tenía palabras proscritas, prohibidas, impronunciables. Palabras que al hablar, yo sabía que no me permitirían terminar la frase, a veces ni siquiera empezarla. Hasta que en el colegio Luis Navarro donde estudié la primaria, las monjas me aplicaron un remedio infalible.

Primero fueron las palabras que empezaban con S o con L, después con J o con C hasta terminar siendo cualquiera. Era tan tartamudo que pasé mi infancia aguantando, callado, haciéndome grandes diálogos en la cabeza. Mi mejor amigo del colegio era Leonel Godínez, y a pesar de que se llamaba como mi papá y mi hermano mayor, no podía pronunciar su nombre. Hasta que encontré la solución y un día descubrí qué si empezaba la frase con Y seguida de pero, pronunciaría más de tres palabras continuas: y pero Leonel Godínez…

Ese fue mi primer triunfo. Tenía 6 o 7 años. Pero la tartamudez va ganando espacio, se apodera de la lengua y el pensamiento, es como una hiedra que crece desde el fondo de la entraña y recubre hasta asfixiar el lenguaje. Después no pude pronunciar las palabras que comenzaban con P, y mi inseguridad amenazaba con hacer lo mismo con la E y con la Y. Por lo que tuve que buscar otro remedio y de un día para otro llamé a mi amigo simplemente, Godínez.

Al ver la película El discurso del rey de Tom Hooper y después de investigar que no sólo él sino Isaac Newton, Borges, Darwin o Marilyn Monroe eran tartamudos, no pude evitar padecer con el rey Jorge V, personaje que interpreta Colin Firth, cada mensaje en público, sus alocadas sesiones de terapia, ese miedo tremendo a la mudez o al ridículo de quedar trabado en mitad de la oración. Uno sabe cuándo llegará el tartamudeo, que hay palabras tan tercas como un clavo roto en la pared.

Ahora se tienen infinidad de recursos para palear la disfemia que padecen 75 por ciento más hombres que mujeres: test de lectura, contadores de palabras, sonógrafos, especialistas en logoterapia. Todo es válido para hacer que el tartamudo hable, como el remedio que me aplicaron en el colegio. Ese día mi madre me esperaba en la dirección y mientras hablaba con la superiora del próximo festival, de las cuotas de recuperación, yo me distraía mirando el piano de cola que estaba al fondo. Me imaginaba sus teclas como un gran abecedario, cada nota una sílaba, sonidos en vez de palabras. Hasta que mi embelesamiento se rompió al escuchar a la madre superiora decir, no se preocupe señora aquí nos encargamos del niño. El siguiente lunes que había honores a la bandera y todo el colegio se formaba en el patio central, la monja me dijo que yo sería quien llevaría la ceremonia. Me subió a una silla, me dio un papel para que leyera, de entre las sombras de la dirección sacó un micrófono de pedestal y antes de desmayarme la oí decirme: te escuchamos.

Santo remedio. No sólo todos los lunes en el colegio, sino en los festivales que se hacían en la plaza del pueblo, el maestro de ceremonias era yo. Y aunque ya no tartamudeo, la disfemia no se cura del todo, siempre está latiendo, acechando al pie de la garganta.


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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006. www.rodolfonaro.com

6 comentarios:

escenario dijo...

exelente sitio, podemos compartir info?

Rodolfo Naró dijo...

Encantado de compartir info, sólo dime cómo.

Saludos,
Naró

Anónimo dijo...

Te conoci en Dallas,TX. cuando te invitaron al Consulado de Mexico, lei tu novela "El orden infinito" y me gusta tanto como escribes que despues de leerte me da dolor de barriga, provocado por la envidia que me inspiras. Pero igual vuelvo y vuelvo a tus chuecas.

Rodolfo Naró dijo...

Me habría gustado saber tu nombre, para que a mi me doliera un poco el corazón al recordarte.

Gracias por leer con tanta sinceridad.

Naró

Debra Oropeza dijo...

No se cuestionaron si podrías y no te dieron chance de dudar, su confianza se convirtió en la tuya...

Rodolfo Naró dijo...

Debra,

pero como seguimos diciendo en mi pueblo, fue una curación de caballo. Pero dio resultado.

Besos,
Rodolfo

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