viernes, 7 de octubre de 2011

Diario medular | Idilio cubano | Día 10

Fue inevitable que entre Náyade y yo surgiera un romance. Era de una belleza estilo Brooke Shields, tan blanca y delgada que dolía mirarla desnuda. Usaba vestidos confeccionados por ella misma, hechos de retazos de otros vestidos. Los lucia con elegancia. Cuando yo le pregunté si se iría conmigo a México, rotunda me dijo que no. Que ella no era de esa clase de cubanos. La última tarde que estuvimos juntos, poco antes de Navidad y de que yo regresara a México, me hizo prometerle que, pasara lo que fuera esa noche, yo no abriera la boca ni la contradijera.

Tanto ella, como Osamani y los demás chicos no rebasaban los 25 años de edad, sin embargo estaban llenos de historias. Náyade me enseñó el abecedario cubano en un pequeño cuarto de azotea en el centro. Desde la puerta miraba el mar, sus imponentes puestas de sol y a mi espalda, la gran cúpula del Capitolio, tan blanca como una luna llena abriéndose paso a través de las tinieblas.

Esa noche fue el final de mi idilio cubano. Después de tomar ron en mi honor en el camellón de la avenida Presidentes y de bailar salsa al ritmo de djembé, Osmani preguntó por su dinero. Sacó un cuchillo y Náyade me miró con la complicidad que en la tarde habíamos pactado. ¿Cómo puedes venir a Cuba a singar y no pagar?, me gritó furioso, empuñadura en mano. Aquellos dólares que yo le había dado a Náyade después de cada encuentro, la mitad eran para Osmani. Guardé silencio como ella me lo pidió y traté de impedir que la siguiera golpeando en el suelo, mientras le repetía que era una pendeja por dejarse engañar.

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