domingo, 28 de octubre de 2012

La mujer del puerto

 

Me dijo que se llamaba Yessenia, me dijo que era una gitana del puerto. La conocí una tarde de verano en Villahermosa, el calor hacia surcos en la piel. Yo anduve la suya paso a paso. Tenía un rosal por cabello y en la entrepierna la violencia de los colores cálidos. Derrochaba olores que me hacian enloquecer, como si me llenara todo el cuerpo de una tensa rabia que no podía controlar con simples caricias. Al final de la noche estaba seguro que me había embrujado, que algo fuera de lo normal había dejado en mí. Lo comprobé a los pocos días de regresar a la Ciudad de México.

Después de dos semanas Yessenia no se me iba del recuerdo. Seguía tan viva en mi piel como una punzada. Arturo y Beto Gómez pasaban unos días en mi casa, terminaban los detalles del su película Puños rosas. Mucha gente entraba y salía a todas horas. Había tantas fiestas como reuniones de trabajo y yo cada día me sentía peor, en las noches deliraba su nombre. ¿Qué me habrá dado? Me preguntaba, no podía sacarla de mi cuerpo. Hasta que no pude más y revisé bien la cama, las almohadas, descubrí girones de sangre entre las sábanas, como si el diablo me poseyera de madrugada.

Mandé fumigar la casa. Les pedí a mis amigos que dejáramos el departamento un día completo. Con mascarillas y tanques como lanzallamas, trabajaron los de la compañía de plagas. Atranquen bien puertas y ventanas, que la peste muera adentro, me dijo el que comandaba. Después de esto, me aseguró, no habrá cucaracha milenaria que sobreviva. Sin embargo, al anocher el hambre de su amor persistía y me dejaba aullando como perro sin luna. La fiebre era intensa y Edith, mi novia por ese entonces, me conminó a visitar un médico. ¿Ya te viste? no es posible que sigas así, me dijo, nadie puede dormir bien en esta casa.

Fui a consultarme con un dermatólogo. El Dr. Podoswa es un judio de ascendencia Rusa con cabellos de científico, me recibió con lupa en la mano y me ordenó desnudarme por completo. Luego de oscurtarme con ese gran ojo que le hacía ver la lupa, sorprendido dijo: de no creerse, ha vuelto, hace años que no veía un caso así. Lo suyo es sarna de perro y de la más corriente, agregó. No me esperé a llegar a casa, de inmediato le hablé a Arturo por teléfono y le pasé el diagnóstico. Al llegar me los encontré, a él y a Beto, en la puerta con las maletas listas. Pero si no se contagia, les dije mintiéndoles, no quería que me dejaran solo con mis bichos.

El remedio fue simple, una friega de Scabisan por todo el cuerpo. A Edith le tocó ayudarme. Con los brazos y las piernas en cruz, en el baño, me untó hasta los cachetes. Ahí, ahí ponle más, le decía, la comezón es insoportable, también entre los dedos. A esas alturas ya veía a los ácaros de la sarna caminar bajo mi piel. También yo te pongo le dije, no vaya a ser que te haya contagiado mi erupción. Así pasamos la noche, envueltos en una toalla, cubriendo nuestras tiznaduras blancas.

Santo remedio, aunque ahí, donde le dije a Edith que me pusiera un poco más, se me quemó y luego hubo que aplicar otra pomada por ocho días. Siguiendo el rastro de mi contagio, le pedí a Audomaro Hidalgo que me investigara quién era aquella enigamatica mujer, al día siguiente me llamó por teléfono y su respuesta fue contundente, ni se llama Yessenia ni es gitana y en Villahermosa no hay puerto, me dijo. Tan falsa ella como esta historía, le respondí para no preocuparlo y colgué.


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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Cállate niña es su nueva novela y Ediciones B su nueva casa Editorial |  www.rodolfonaro.com


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