Casi pierdo la
cabeza por esa mujer. Amaba con una intensidad de tortura. Podía pasarse horas
entre mi sueño y mi cuerpo hasta despertarme olores primitivos, nuevos
apetitos, lúbricas alteraciones o llantos inesperados. Era una mujer que a puño
y letra escribía su destino. Yo sólo fui un acento más de sus múltiples
traducciones.
Hablaba cinco
idiomas, había nacido en Brasil y en sus treinta años de edad, había vivido en
una docena de países alrededor del mundo. Cuando yo la conocí, en México, era
esposa de un diplomático brasileño que tenía una gran colección de jazz y bossa
nova. Fue deseo a primera vista, mientras escuchábamos los discos de su marido
en una íntima reunión de fin de año en la embajada, mientras hablábamos de
viajes y literatura, nos perdimos entre pasillos interiores hasta encontrarnos
en los brazos y en las pupilas del otro. Esa misma intensidad fue la que meses
después me llevaría a Brasilia.
En aquel
entonces yo tenía una vaga idea de la ciudad, sabía que había sido proyectada
por Lúcio Costa y construida por Oscar Niemeyer mientras gobernaba Juscelino Kubitschek,
a finales de los años cincuenta del siglo pasado. Sabía que era una ciudad
sobrepoblada, caliente, con innumerables puentes y larguísimas calles. Conocida
también como la Capital de la Esperanza, pues la intensión de Kubitschek había
sido, crear un modelo de ciudad que no hiciera diferencia entre clases sociales,
que sólo albergaría a 500 mil habitantes, concebida y construida con el fin de
ser capital del país, parecía también para mí, el inicio de una nueva vida, la
esperanza de una tierra prometida.
Meses
después de nuestro encuentro en Ciudad de México, separada ya de su marido, me reuní con ella en
Brasilia; para ese momento, trabajaba como traductora e intérprete del presidente
Lula da Silva y viajaba con él por todo el mundo. En esos meses de vigilia que
pasamos separados, sus frecuentes llamadas venía de Italia, Rusia, China,
Sudáfrica, quizá me llamaba desde el teléfono satelital del propio Lula, pues
sus llamadas duraban horas de placer.
Llegué
a Brasilia en abril y por su trabajo, no pudo ir por mi al aeropuerto. A partir
de ese momento, una punzada de zozobra me acompañaría. Fueron días intensos, noches
de samba que terminábamos exhaustos y en grandes desacuerdos. Días en los que
deambulé solo por las calles y los parques de esa ciudad tan moderna en los
sesenta, el mundo ideal de los Supersónicos, pensaba al visitar sus edificios
geométricos, declarados Patrimonio Universal por la UNESCO. En mis exhaustivas
caminatas de puro sol, no tenía horario ni rumbo fijo, paraba en cualquier
esquina, tomaba un exprés Segafredo y hablaba hasta donde podía con los
compañeros de barra. Esperaba su hora de salida y pasaba por ella al Palacio de
Planalto. No, no, te dije que estaría en el Palacio Itamaraty, ¿qué fuiste a
hacer allá?, la escuchaba y nos íbamos a su casa, ubicada en una torre de 14
pisos, donde las nubes se veían más cerca que mis sueños.
A
pesar de que su desnudez iluminaba mis oscuridades. A pesar de que no había
mayor silencio que sus susurros en la lengua de su madre, a pesar del frenesí
de sus besos por el palpitar de mi cuerpo, el 21 de abril, en la gran fiesta de
aniversario de la ciudad y un día antes de mi cumpleaños, mi sentí tan
extraviado que, al amanecer del día 22, me fui como había llegado, en taxi
directo al aeropuerto.
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Rodolfo
Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Del rojo al púrpura, un clásico de este siglo, vuelve más púrpura
que nunca | www.rodolfonaro.com
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