He creado un
monstruo. Recuerdo cuando era pequeña y reclamaba por todo. No pedía, exigía.
No lloraba, seducía. Yo la dejaba hacer lo que ella quisiera, sabía que la mal
educaba y no me importaba. No le puse límites. He sido un padre consentidor y
consecuente. Desde que llegó conmigo, Runa me tomó la medida y quererla ha sido
una delicia. Sin embargo, hace un mes llegó Simón de visita y la cotidianidad
cambió.
Andrea y yo
hemos seguido todo el protocolo de acercamiento entre un gato y otro. Simón ha
estado encerrado en una habitación y sólo sale cuando Runa no está a la vista.
Poco a poco los hemos presentado, armados con matracas para hacer ruidos
estridentes, los dejamos que se acerquen, se huelan y se reconozcan. Al final,
Runa empieza por dar el primer zarpazo y Simón huye despavorido. Es un gato
gordo y miedoso que corre por toda la casa para salvar el pellejo, hasta que
Runa lo alcanza y se arma la pelea.
Nosotros
corremos detrás de ellos y hacemos sonar la matraca, ese ruido los espanta y
los separa, aunque Runa se queda en guardia, con todos los pelos erizados,
resoplando su enojo y maullando de furia. Se siente invadida y
no sabe de dispensas, no hay diálogo que valga. Ella es de menor tamaño que
Simón, pero su afrenta es mayor. Guarda tan celosamente su casa que la
defiende con uñas y dientes, con toda su pequeña valentía.
Los gatos son
animales territoriales, solitarios, cazadores natos. Tienen menos tiempo de
convivir en hogares con humanos, apenas un poco más de 50 años. Están
consideradas las mascotas del futuro, por necesitar menos espacio, menos cuidados
y por ser más independientes. Aunque Runa duerme con nosotros, ve la tele con
nosotros, nos acompaña a comer arriba de la mesa. Siempre está conmigo mientras
escribo, guiando mis letras, ronroneando mis miradas. Ha sido más fiel que un
perro guardián.
Hace unos días,
en la enésima vez que dejamos salir a Simón para verse con Runa, después de que
se hizo el muerto y se desparramó sobre el piso, bajó su respiración y torció
los ojos en blanco, Runa descubrió el engaño y se le fue encima. Sus movimientos
fueron tan rápidos y agresivos que Simón no alcanzó a huir y panza arriba,
volaron pelos y uñas por los aires. Yo, temiendo por él y sin tener cerca ni la
matraca ni la toalla que utilizo para separarlos, me metí entre ellos y Runa,
poseída por una extraña naturaleza, mordió la mano que le da de comer, la misma
que la acaricia y la cepilla todas las mañanas, la misma mano que la acuna para
dormir. Yo, desarmado, sólo tuve fuerzas para recordar aquel verso de Sabines: “Nada queda de mí
después de este amor”.
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Foto:
Álbum familiar.
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Rodolfo
Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Del rojo al púrpura, un clásico de este siglo, vuelve más púrpura
que nunca | www.rodolfonaro.com