domingo, 17 de noviembre de 2013

Coleccionista de recuerdos




Amo como las mujeres o como Kemal  Bey de El museo de la inocencia, de Orhan Pamuk. Desde hace más de un año tenía la novela esperando su lectura y hasta hace unos días la comencé. La leo poco a poco y su personaje principal, Kemal, me recuerda al joven iluso que fui y que de vez en cuando sigo siendo.   
     La novela de Pamuk es la historia de amor de Kemal y Füsun, desarrollada en la Estambul de los años sesenta. Un amor imposible como suelen ser aquellos que nos dejan más honda huella. Un amor que, como enfermedad, lo atormenta al grado de que él, poco a poco se va quedando con los objetos personales de ella para, años después, fundar el museo de su amor.  
     Así he vivido atormentadas ilusiones, poniendo en los objetos ese aliento femenino de recuerdo. El primero que guardé, consciente de lo que hacía, fue la colilla de un Marlboro light que Gloria tiró en la explanada de la universidad; la mancha de su labial rosa en la boquilla le daba un mayor valor y de cierto modo me acercaba a sus labios. Sin darme cuenta, las  mañanas en el salón de clase fueron haciéndose de cacería. Todo lo que pasaba por sus manos alcanzaba un valor especial: las hojas hechas bola que arrancaba con furia de su cuaderno, cada recadito que me escribía, cada envoltura de dulce que me regalaba, iban sumando mi platónica admiración.
     Con ella comencé mi museo de grandes derrotas. Después vino Marcela, de quien guardo, en una caja de puros, todas sus cartas de amor y tristeza, un botón de rosa de un ramo que yo le regalé y que vi marchitarse en un jarrón de su casa; esa flor vigiló sus noches y se impregnó de su espíritu. Una década más tarde, Marisa rompió conmigo a través de un mail, el cual imprimí y a veces lo vuelvo a leer. De la misma manera que leo los artículos de las Marie Clare que escribió Edith y que tienen un lugar especial en mi biblioteca.
     Guardo los objetos más diversos que me atan a un recuerdo. En mi cocina aún vigila la matera de madera y pipeta labrada que usaba Bettina todas las mañanas al despertar, y en mi librero descansa el dibujo de colores pastel que me hizo Lucía, su hija. También atesoro una muestra en yeso de la dentadura de Nadir, molde que dejó en el cajón del baño entre sus enjuagues, tampax y cremas.
     Ahora, leyendo El museo de la inocencia me doy cuenta de que siempre he sido un acumulador de objetos. Toda mi vida he atesorado el pañuelo de Brunilda, mi primer amor en Tequila cuando cursaba párvulos; es un lienzo amarillento con unas burdas flores bordadas con sus manitas de 5 años. Guardo un cordón roto del tenis de Mónica Tanur, la hija de un médico amigo de mi padre y mi primer amor imposible a los 12 años, era judía. He guardado instantes inservibles pero llenos de secretos, objetos que son nombres, que fueron situaciones, besos o desencuentros, que si pudieran hablar, también llorarían. Fieles compañeros, testigos de una vida, tan elocuentes en su silencio.



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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Del rojo al púrpura, un clásico de este siglo, vuelve más púrpura que nunca |  www.rodolfonaro.com


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