lunes, 16 de enero de 2012

El orden infinito


Sólo hubo una noticia que la conmovió en extremo, que la hizo vestir otra vez el luto riguroso hasta el último día de su vida y que por nueve meses también llevaron todos los habitantes de Analco. Le dijo al doctor Leonardo Ralla –nunca había visto a la señora tan acongojada– que también una parte de ella había muerto. Ése había sido el único periódico que le llegó a tiempo. Don Augusto Pimentel, sabiendo lo delicado de la noticia, prefirió que la señora la leyera de inmediato y no que se enterara por un telegrama. Así que comisionó una persona de su confianza y le dio instrucciones precisas. “Le entregas este sobre personalmente a la Nina Ramos”. Ése fue el último periódico que recibió. Tan devastadora fue la noticia que ya no quiso saber nada de lo que sucedía más allá de la barranca. Era un domingo de enero cuando supo que una semana antes, en el Castillo de Bouchout había muerto, luego de sesenta años de locura, la emperatriz Carlota.

La Nina Ramos recordó la última vez que la vio, en el Castillo de Chapultepec, cuando la emperatriz le regaló su collar de perlas. Días antes de partir a Francia, el que consideró un viaje rápido y ligero, Carlota citó a la Nina en el salón de té del castillo. La señora la vio bajar por la escalera privada que iba directo a sus aposentos. Llevaba su cabello oscuro recogido en dos trenzas enrolladas a cada lado de su cabeza; su rostro no desmentía las ojeras de mal sueño que había padecido las últimas noches. El salón era pequeño. La Nina Ramos hizo una reverencia que la llevó casi hasta el suelo. La emperatriz apenas la miró, sus ojos estaban perdidos en la gran calzada que Maximiliano había hecho construir para ellos, que más tarde sería el eje de la ciudad, el que uniría y separaría las clases sociales. Sin perder más tiempo, dejó sus recuerdos del Paseo del Emperador y fue a sentarse en un sillón de dos plazas. Le señaló a la Nina el lugar vacío a su lado. Era la única persona en quien podía confiar. Las dos mujeres estuvieron ausentes de sí mismas y se entregaron una a la otra con la devoción de madre e hija que aplazan viajes por temerle a las despedidas. La emperatriz se llevó las manos a la nuca y desabrochó un collar de perlas diáfanas que le había obsequiado la reina Victoria, antes de emprender la aventura del nuevo imperio, y lo puso en sus manos. El recuerdo de aquella tarde hizo que la Nina tocara el collar y, como si fueran cuentas de rosario, volvió a vivir aquellos años como dama de la corte, las recepciones del palacio al lado de Su Majestad, cuando se quedaba como Regente, mientras el emperador hacía viajes a caballo por el país para conocer a su pueblo. Cómo olvidar cuando el emperador llegaba a los pueblos y la gente desenganchaba los caballos para jalar el carruaje; el júbilo desbordado cuando lo miraban de cerca, enorme y rubio, vestido de charro.

“Si por lo menos hubiera podido llegar a Analco”, se repetía la Nina Ramos. “Si el Emperador me hubiera hecho caso y hubiera buscado refugio en Analco, nada le hubiera sucedido”. Pero Maximiliano estaba cansado de huir, había perdido la confianza en todos los que lo rodeaban y se negó a dejar su patria. “Yo escogí este país para vivir y fuera de aquí soy extranjero”, le decía a Blasio, su secretario. El centro del país era un hervidero; los que antes habían sido imperialistas ahora lo negaban. La Nina Ramos estuvo pendiente de la farsa del juicio que lo condenó a muerte, por lo que organizó un grupo de doscientas mujeres para pedirle el indulto al presidente Benito Juárez. Faltaban dos días para la ejecución, pero la audiencia nunca llegó. Hasta el escritor Víctor Hugo, desde Francia, mandó una carta pidiendo indulgencias y también la ignoraron. Desesperada, buscó al general Miguel López, que comandaba el último bastión leal de sus majestades: el Regimiento de la Emperatriz, y le urgió hacer lo impresindible para evitar la sentencia. Pero fue demasiado tarde. Miles de soldados republicanos custodiaban la prisión del emperador, las plazas públicas, las calles de la ciudad y el Cerro de las Campanas. Meses después la Nina hacía cumplir otra sentencia: el general Miguel López ajusticiaba al coronel Platón Sánchez, presidente del tribunal y cuyo voto había resuelto el empate de los seis miembros del jurado y decidido la suerte del emperador. Maximiliano quiso morir de pie, vestido con traje de charro. “No es que yo hubiera estado presente”, le dijo la Nina Ramos al doctor Leonardo Ralla, en uno de sus desayunos. “Pero es que todos conocimos los detalles y en cierto modo, también todos lo abandonamos en el último momento”. En los mercados de la capital, por años, se vendieron mechones rubios de su barba, pedazos de tela quemada como retazos de sus últimas ropas. En las plazas de las provincias se decía que no era cierto que lo habían matado y que estaba preso en San Juan de Ulúa. Que había indias con hijos de ojos azules, las mismas que todavía se persignaban al ver una imagen del emperador.

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El orden infinito | Fragmento | capítulo 11 | páginas, 186-189

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