jueves, 15 de marzo de 2012

Diario medular | Monclova

Cada ciudad tiene su historia en la imaginación. Esta es la tercera vez que visito Monclova, Coahuila. En las dos ocasiones anteriores vine invitado por el ICOCULT, cuando Armando J. Guerra era su director, el mismo que escribió el epígrafe que abre el libro Canción de tumba de Julián Herbet, “Madre solo hay una. Y me tocó”. Las fechas anteriores me había presentado en el Museo Coahuila-Texas y había degustado hasta el hartazgo la mejor carne de la región, tortillas de harina, salsa roja como me gusta, amartajada y tomado agua mineral Topo Chico, en medio de un restaurante con aire acondicionado tan frío que enmohecia la nariz.

Ahora vengo invitado por Jorge Bribiesta, director del Museo Biblioteca Pape y por Antonio Sonora, con quién alguna vez recorrí por carretera todo Coahuila, llevando libros de poesía y novela en la cajuela del carro. Fue en ese segundo viaje para presentar El orden infinito cuando fuimos a dar una vuelta por Monclova y al pasar por el conglomerado que es Altos Hornos de México, empresa acerera que es orgullo de la ciudad, vi cómo por un gran chacuaco se expulsaban grandes bocanadas de humo que lentamente alcanzaban el cielo, haciendo formas tan diversas como la imaginación de un niño bajo el agua. Las nubes siempre están más cerca que los pájaros. Los atardeceres son de tanta belleza: la luz amarilla y violeta de la puesta se queda atrapada en ellas. En Monclova, las nubes son de colores. Es aquí donde se fabricaban, deduje, y así lo escribí en mi siguiente novela, que ahora me trae de regreso, Cállate niña: “En Malinalco, Antonio me llenó de flores. Me contó que en Monclova fabricaban las nubes. Me fotografió entre el viento de colores fríos de Cuetzalan”. | página 113.

No hay comentarios:

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails